Por: Angélica Rodríguez
En las semanas pasadas hemos llevado a cabo varios talleres sobre nuevas masculinidades, y lo más enriquecedor de las experiencias vividas es, sin duda, la toma de conciencia de un sistema que puede exigir y apretar no solo a mujeres, sino también a hombres. La estructura patriarcal o machista no solo indica qué podemos hacer, sino también qué no debemos hacer. Por ejemplo, se espera de una mujer, que sea la principal directora de la crianza de hijas e hijos, mientras se le niegan ciertas necesidades básicas como el descanso, dando por hecho que el sobreesfuerzo o el sufrimiento es algo para lo que ya está diseñada. Sin embargo, estas negaciones también son experimentadas por hombres, solo que no siempre de una manera lúcida. Al exigirle ser el principal proveedor familiar, se le niega la posibilidad de fracasar, o también la posibilidad del descanso, o ciertos afectos naturales propios de los seres humanos, como son el miedo y la tristeza. Esto lleva a vivir una vida forzada que no transcurre normalizando y gestionando de una manera sana las dificultades, y que termina llevando a crear una identidad construida por la sociedad, más que de una manera espontánea. Al final somos lo que nos han dicho que debemos ser.
Los sentimientos no tienen género, sino simplemente son algo humano, nacemos con ellos, con ese programa de fábrica, sin embargo, la sociedad, en muchos casos, determina que la emoción asociada al género masculino puede ser la rabia, la ira, y la emoción asociada al género femenino, la tristeza. Y sentirlas es algo normal, pero se vuelve un problema, cuando sentimos la que no está asociada a nuestro género, y nos resulta incómodo manifestarla públicamente. Entonces, a la emoción sobresaliente se le suma la frustración de no poder expresarla. Es decir, soy un hombre que siente tristeza, pero además, me siento frustrado porque cómo voy a decirle a mi entorno que soy una persona triste.
Miguel de Cervantes tiene una frase muy interesante, y dice: “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias”. Y esto podemos entenderlo como una emoción que está siendo ignorada, y que persiste en el tiempo, que, al no ser atenida, nos termina convirtiendo en monstruos. Esta incapacidad para identificar y verbalizar emociones propias se conoce como alexitimia, un tema estudiado desde 1992 por el autor francés Jean Louis Pedinielli. Y esto ha llevado a muchos hombres a situaciones de depresión, directamente relacionadas con el concepto de masculinidad tradicional, algo que se ha investigado en bastantes estudios, como puede ser el que hicieron Mª Belén López-Ruiz y Laura Presmanes-Roqueñí de la Universidad Europea del Atlántico (en España). El verdadero problema de vivir una situación de depresión no es el hecho de pasar por esa etapa solamente, sino la creencia de resignación o negación, porque al no identificar y verbalizar un problema, difícilmente se le puede poner una solución. No te puedes curar una gripe con un tratamiento, si te autoconvences (o te autoengañas) de que estás sano. En este estudio que mencionamos, hablan, por ejemplo, sobre el uso de servicios y el cuidado de la salud mental en Europa, indicando que las mujeres suelen usar con mayor frecuencia estos recursos, y esto nos puede dar una pista de esa negación. Con bastante frecuencia escuchamos que no debemos tener miedos, o que debemos superarlos, pero esto muchas veces se malinterpreta como que tenemos que oponernos a esta emoción. El miedo tiene una función y es sano atenderla, y escucharla, seas hombre o seas mujer. Gracias al miedo, miramos a un lado y al otro de la calle antes de cruzar. Se vuelve un problema cuando nos paraliza y nos ciega, y nos empuja a actos más mezquinos, como puede la violencia. El psicólogo checo Stanislav Grof dice: “Ponerse de acuerdo con el miedo a la muerte es propicio para la curación, la transformación positiva de la personalidad, y la evolución de la conciencia” / , y puede ser el miedo a la muerte, o el miedo al fracaso, o el miedo a no estar a la altura, o cualquier miedo humano. Y es que no hay mayor libertad que la de poder ser, sin ser juzgados. Y de esto somos responsables cada persona, en la medida que perpetuamos creencias que no siempre están basadas en la naturalidad y en una humanidad real. El ser humano es extraordinario y complejo, pero por encima de todo es libre por derecho universal.