Por: Paloma Pedrero
Si hay algo que diferencia al teatro de otras artes dramáticas es que ha de suceder, y ha de suceder en vivo y en directo. La grandeza de este arte, quizá el más antiguo del mundo, ya que solo consiste en que alguien actúa y otro le mira. Es precisamente eso, que ambos, actor y espectador, han de estar presentes uno frente al otro, han de poder considerarse, sentirse, escucharse, olerse y hasta palparse, si fuese necesario. Han de estar sensorialmente unidos para poder vivir la experiencia. El teatro puede ser de muchos tipos: mímico, físico, de títeres, de calle, hasta grandes tragedias o comedias textuales como las que nos legaron los griegos y los romanos. Sin embargo, nunca pierde esa característica única. El «aquí estamos», aliento con aliento.

Por eso la pandemia, ya tan larga, hizo y está haciendo tanto daño a las artes escénicas, porque ninguna pantalla, ni la más inmensa, se puede traspasar y dejarnos hacer ese viaje grupal. Es cierto que no nos ha quedado más remedio que adaptarnos a esta nueva e inesperada realidad. Y cierto es también que la reacción del teatro y la ópera en Europa ha seguido diferentes caminos. Nuestro país y Luxemburgo fueron los primeros países que abrieron sus puertas a los espectadores. Es extraño que un país como el nuestro, en el que a los políticos siempre les ha interesado tan poco la cultura, esta vez se haya adelantado al resto. Dicen los analistas que el primer factor positivo fue la unión del sector escénico español. Una agrupación de fuerzas sin fisuras cuyos lemas (“la cultura es un bien esencial” y “la cultura es segura”) hicieron que hasta el Parlamento así lo entendiera. Como dato curioso, recordar que el Teatro Real de Madrid ha sido el único teatro lírico abierto en Europa durante momentos álgidos de la pandemia. Por otra parte, Reino Unido, Países Bajos o Francia, cuyas vías de financiación y ayudas al sector son más sólidas, han soportado un cierre más largo en el que los profesionales de las artes escénicas han estado más amparados.
Aquí, los artistas teníamos que luchar con uñas y dientes por estrenar nuestras producciones y hacer el mayor número de “bolos” posible para no quedarnos en la ruina. Había que enfrentarse al virus o al hambre. De modo que los profesionales del teatro presionamos a las administraciones y conseguimos, con todos los medios de seguridad activados y aforos de público limitado, abrir salas y mostrar nuestros trabajos. A mí, sin ir más lejos, me tocó vivir la experiencia en primera persona. Estaba a quince días del estreno de mi obra Transformación en el Teatro María Guerrero de Madrid, con la Compañía de los “Caídos del Cielo”, cuando el ayudante de producción se presentó en el ensayo, muy nervioso, y nos pidió que recogiésemos todos y cada uno de nuestros bártulos. «Todo -nos espetó- desde un bolígrafo hasta la botella de agua. Nos van a confinar». Recuerdo la perplejidad del equipo, la mía propia ante esas palabras. «¿Eso qué significa? No nos pueden encerrar en casa así como así». El ayudante de producción del CDN me miró desolado. «Lo van a hacer, lo que está pasando es muy grave», me respondió. No acabé de creerlo en ese momento, pero ya se respiraba silencio y miedo en la calle.

Nuestra escenografía para Transformación estaba ya construida y en un par de días la montarían en el teatro, pero se quedó en el local de construcción y nosotros, la compañía, encerrados en nuestras casas con el texto en la punta de la lengua, los movimientos aprendidos, el vestuario probado y el alma en vilo. ¿Qué hacer entonces? La pandemia podía durar quince días, como así deseábamos, o no se sabe cuánto, como está siendo, lamentablemente. No había opción, teníamos que utilizar las nuevas tecnologías para ensayar. La obra no estaba plenamente fijada, algo que solo ocurre cuando se realizan muchas representaciones seguidas, por lo que nos arriesgábamos al olvido. No quedaba más remedio que verse a través de ordenador. Había que desvirtuar la esencia de nuestro arte en aras de poder volver a él pasada la peste. Además, pensé, y todos estuvieron de acuerdo, tenemos que hacerlo con el mismo entusiasmo que si estuviésemos pisando un escenario y oyendo latir el corazón del otro.
No crean que fue terrible, no lo fue. Aquella experiencia nos sirvió para seguir juntos, darnos ánimos, hacer la soledad de la reclusión menos dura y la espera más fructífera. Nos sirvió también para inventar formas nuevas de comunicación; había que moverse desde la silla, hacer calentamiento en un metro cuadrado, imaginar. Imaginar todo aquello que habíamos descubierto durante el proceso de trabajo y que ahora no podíamos consumar. Fue muy interesante y fructífero. Yo, que tengo una deficiencia visual, pude ver los ojos de mis actrices y actores con nitidez. Pude conocer ciertos aspectos que Zoom te aproxima de los otros, pude jugar a perder el tiempo para ganarlo.
Las nuevas tecnologías tienen alguna ventaja siempre y cuando no las sustituyamos a la vida, siempre y cuando no nos dejemos robar la memoria por sus máquinas, siempre y cuando no sirvan para que los poderosos controlen mejor el mundo y a sus habitantes vulnerables. Siempre que vernos cara a cara sea el deseo y la necesidad de los humanos. Las máquinas hoy por hoy nos han invadido y no estamos sabiendo controlar su poder. Un poder que puede ir, y lo estamos viendo, contra la vida, contra la tierra, contra las personas.
El teatro, que es el arte más social de todas las artes, está fuera de estos peligros virtuales. Sabemos todos los que amamos el teatro, tenemos la certeza, de que ir al teatro es un acontecimiento. Primero hay que elegir bien lo que vamos a ver; porque en el patio de butacas y con los actores cerca, no hay posibilidad de dormirse, ni siquiera de marcharse la mayoría de las veces. También sabemos que una obra o espectáculo que no nos atrape, nos llevará a un tedio infinito, mucho más grande que el que nos provocaría cualquier audiovisual. Por otra parte, los que amamos el teatro, sabemos que nuestra actitud desde la butaca, afecta directamente a los actores. En ese intercambio de energía único y misterioso que se da en el teatro, un espectador dormido, inquieto, exasperado, es un obstáculo a su interpretación. Todos sabemos que eso ocurre y no hay que dejarse caer. Al contrario, un público “pintado”, es un buen motivo para aprender y crecer en el oficio.

Aparte de la elección de la obra a ver, un día de teatro es un día en el que participaremos de un ritual. Aquello será una especie de comunión. Estaremos muy cerca unos de otros. Tenemos que prepararnos para ese viaje. Los otros espectadores serán compañeros, los actores serán oficiantes. Hay que ir dispuestos a encarrilar la emoción, afinar los remos, apartar a los demonios y entregarse sin prejuicios. Y para ese rito, los que amamos el teatro, nos ponemos nuestras mejores galas y vamos perfumados. Llevamos caramelitos de menta para la tos y cenamos frugalmente antes de asistir al acontecimiento. Porque, lo dicho, un buen espectáculo, una obra grande y profunda, hermosamente dirigida e interpretada, ha de llevarnos a una transformación. Esa transformación puede ser enorme o pequeña, pero ha de ser. Es algo imprescindible para que se cumpla lo que el teatro aspira a ser. Un viaje purificador.
Estamos viviendo tiempos difíciles, muy impensadas desgracias. En el momento que esto escribo, llevamos casi dos años con la máscara más fea del mercado: esa mascarilla terapéutica que nos tapa la cara para protegernos de los virus, virus que vienen de las bocas de los otros. En el teatro se utilizan otras máscaras, las que tienen el propósito de transmitirnos emociones. Máscaras que, incluso, no son de materia alguna. Son simplemente humanas. Son esa mutación mágica que hacen los dramaturgos y los intérpretes para mostrar las emociones más profundas del ser humano.
Y eso, como os decía, es grande cuando se hace desde la humildad del arte. Y es también necesario para caminar hacia la muerte con aprendizaje, con alegría, con conciencia. Nosotros pudimos hacerlo en el teatro con Transformación, tuvieron que pasar algunos meses, pero, aún con el aforo mínimo, estuvimos rodeados de personas que celebraban no solo la obra, sino también el que estuviéramos, por fin, allí juntos, en vivo y en directo. Compartiendo la respiración y la vida.
La pandemia pasará, ésta pasará. Si decidimos escuchar a la tierra y nos ponemos con urgencia gobernantes y ciudadanos manos a la obra, quizá la tierra deje de defenderse de nosotros y nos permita vivir con algo más de salud y paz.
Y mientras queden dos, uno que actúe y otro que mire, el teatro seguirá ahí. Vivo y sanador.
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