Por: Angélica Rodríguez
Mi abuela siempre decía: “el que tiene vergüenza, ni come ni almuerza”.. Y bueno, algo de razón tenía, porque cuando se nos aprieta el estómago por un fuerte sentimiento de pudor, es posible que no nos entre bocado, o porque se ha quedado tan solo, que no tiene quien le lleve un pedazo de pan.
El sentimiento de vergüenza suele aparecer ante un mecanismo creado en sociedad, la exclusión. Sabemos que cada sociedad tiene unos moldes que determinan cómo han de ser las personas, según sus características principales: si se es mujer, si se es hombre, si se es español, ucraniana, chileno, vieja, joven, empleada, desempleado, etc, etc. Cuando pensamos en estas palabras, automáticamente viene a nuestra mente una imagen. Mujer…. Hombre… Ucraniana… Español…. Seguro que en cada oyente ha venido un patrón muy parecido. Como tenemos claro cómo deben ser las cosas, cuando actuamos fuera de ese molde, por necesidad propia, por iniciativa personal, porque siento que soy así, porque con esto me identifico, PERO…, no se parece a ese molde… Tengo un extraño sentimiento de estar al margen, en la esquina, fuera del grupo. Por una parte queremos pedir ayuda, pero por otra…, ¿cómo vamos a contar que yo no quiero lo que tú quieres? Que yo no acepto lo que tú aceptas, que yo no me identifico con lo que tú te identificas…, pero que además…, yo soy minoría. Yo soy la que está equivocada… (eso es lo que sentimos).

También es frecuente, y más en una sociedad como la actual, más enfocada en la apariencia exitista, esa modernidad líquida que decía Bauman, sentir vergüenza por el dolor o la humillación, porque eso se sale de los esquemas de felicidad que tenemos hoy en día. Y esto es llamativo, porque sentir vergüenza por una situación injusta significa que la sociedad no tiene bien ajustados los valores. No es difícil identificar a las víctimas de abusos o violencias, que ya viven bastante con su proceso, como para no acompañarles de una manera humana, y ayudarles a sacudirse esa vergüenza. Las personas no se tocan, y si alguien las toca, deberíamos mentalizarnos en que exigir la reparación del daño es un derecho, no un privilegio.
En un sentido positivo, la vergüenza es un mecanismo que regula la sociedad, para que el pudor no lleve a actos humillantes… Solo que a veces, si nos pasamos al sazonar a la sociedad, pues el guiso se nos queda salado. Vergüenza por hacer daño sí, vergüenza por ser víctima, no, todo en su justa medida. Por tomar un consejo de Leandro Fernández de Moratín, dramaturgo español, que decía: “La vergüenza de confesar un error, hace cometer muchos otros más”.
En frente de esto está la ausencia de vergüenza, y esto significa, no tener límites, que para cuando se trata de desplegar nuestra auténtica identidad, está perfecto… Pero cuando se trata de no tener límites para con el daño ajeno, pues esto sí supone un problema. Cándido Nocedal, político español del siglo XIX decía que “En el mundo suele llamarse habilidad a la falta de vergüenza”, y esto significa saltarse ciertas normas valiéndose de artimañas, que solo llevan a beneficio personal. En este caso la vergüenza es importante, porque actúa como consideración, como una tristeza por el otro. De hecho, en varios países de Latino América, dicen “¡qué pena!”, como si dijeran “¡qué vergüenza!”, y esto tiene sentido, porque sentir tristeza por el dolor ocasionado es una vergüenza con sentido. No es necesaria la humillación para la toma de conciencia.
Georg Christoph Lichtenberg, científico alemán, decía “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”. Y lo cierto que que este puede ser un buen punto de equilibrio, en el cual, la vergüenza es una alarma ante una falta de respeto.