Sobre la pluralidad

Por algún motivo, muchas veces me he visto envuelta en medio de conversaciones incómodas. Conversaciones que, en toda su simpleza o complejidad, parecieran ensuciar el espíritu de quien las escucha.

Cuando se habla de cualquier cosa, por más mundana que sea, es importante reconocer la posición desde la que se habla, pero es igual de importante reconocer la posición desde la que no se habla también; reconocer la diversidad de realidades que existen, la variedad de puntos de vista que cohabitan en cada quien y que se respaldan por sus vivencias y experiencias particulares del mundo, y de este modo, acercarse aunque sea un poco a un discurso que lejos de ser una única verdad concebida, por lo menos sea algo más justo, menos sesgado, menos polarizado.

Una vez leí una frase que escribió alguien a quien admiro mucho que decía más o menos así: “para entender algo de manera aproximada hay que tener aunque sea 12 puntos de vista diferentes”. Leer eso me sorprendió tanto como me reconfortó, porque simplemente le dio cabida a todas esas opiniones o historias que, inclasificables para mí por la incomodidad que me generaban, flotaban a la deriva; y como una canción agradable, aquella frase se quedó en mi mente dando vueltas hasta que encontró un hogar en el banco de mis ideas.

No sabemos la verdad de nada, ni mucho menos podemos pretender tener la razón. Es por eso que acercarse al mundo con curiosidad y humildad puede ser un movimiento acertado cuando no sabemos como acercarnos a el. Así como puede ser beneficioso al momento de tener conversaciones, para que el intercambio de ideas no termine siendo un campo de batalla en el que solo se derramen palabras como un río sin cauce que arrasa con todo.

Por algún motivo, envuelta en conversaciones que me hacen consciente de la existencia de un agujero bajo mi pecho que me produce temblores, las palabras me atraviesan como flechas, se me nubla el discurso, las ideas enloquecen, y mi boca se frunce ante la frustración de no poder defender o rebatir opiniones que se me antojan tajantes, estereotipadas, radicales o destructivas. Opiniones que quisiera que la gente no tuviese, que no quisiera escuchar, pero que hacen parte de esos 12 puntos de vista que hay que tener en cuenta para comprender como funciona el mundo.

De cierto modo, me carga de culpa no hablar cuando tengo un argumento, me perturba quedarme en silencio porque constantemente no sé como entrar en una conversación turbulenta, porque prefiero tomarme el tiempo para pensar, para elaborar lo que voy a decir, pero en estas conversaciones solo se escucha quien más alto habla, quien más rápido termine lo que quiere decir, quien se impregne de ese frenesí y esa ansia de ser escuchado sin escuchar. Y en la indecisión, todo se convierte en un ruido blanco que se funde con el paisaje, con el ruido de los coches y los pasos, ahogados entre el bullicio. Es que aunque el silencio no es tiempo perdido, pesa cuando se calla ante alguna idea que consideramos injusta.

Sin embargo, pese a la enorme turbulencia con que se mueven los sentimientos, no está mal callar. Pues escuchar es igual de válido y no es nuestra responsabilidad modificar o cargar con las opiniones de otras personas. Al menos no siempre, porque luchar contra la corriente cansa y es correcto detenerse.

¿Por qué este texto? Por inconformidad tal vez, por cansancio o incertidumbre. Por la ligera sensación amarga que produce tener una aparente posición de neutralidad ante lo que parece desequilibrado o injusto, cuando por dentro quizá la impotencia perturba al ser por no decir nada, o por decir algo y no ser escuchado, no ser comprendido, no ser considerado como parte de esos 12 puntos de vista distintos. Pareciera que la mayoría de personas a las que escucho creyeran honestamente que están en lo correcto y que su palabra es la última, lo que me da a pensar que poco se valora la conversación y el debate y lo que parece importar es tener la razón.

Por otra parte, también me habla otro pensamiento: es soberbio creer que estamos en el deber de cambiar la opinión ajena. ¿ Es nuestra opinión la última verdad? Caer en el mismo juego restaría toda credibilidad al discurso. No obstante, hay algo constructivo en enfrentar ideas. Es la posibilidad de cuestionar lo que se piensa y de construir un pensamiento más crítico, y aunque el pensamiento crítico es una responsabilidad individual, somos sujetos dentro de un colectivo y todo cuanto creemos y pensamos también está alimentado por quienes nos rodean, a veces es necesario que alguien nos confronte para salir de ciertas “burbujas” o “microcosmos” mentales.

Así que, en medio de conversaciones incómodas que me envuelven, me pregunto todo el tiempo ¿digo o no digo algo?, ¿hablo o callo?, ¿está bien no decir nada?, ¿quiero enfrentarme a esto ahora?, ¿me apetece un disgusto o una confrontación con esta o aquella persona?, ¿me escucharán?, ¿estoy escuchando?

Pues resulta que a veces sí y a veces no.

Otras veces escribo y me libero, y puede que eso esté bien. Al menos me hace sentir mejor. Pero lo cierto es que tampoco yo tengo la razón en nada de lo que digo, así que para entender un poco más del mundo, recomiendo escuchar otras historias y otras opiniones, más incluso aquellas capaces de generarnos aversión, porque a lo que nunca hay que desacostumbrarnos es a la pluralidad.

Pienso lo que me quedó de leer a Chimamanda Ngozi: en este mundo nunca ha existido una historia única a pesar de lo que escuchemos siempre, pero eso ya lo hablaremos en otro texto.

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