Esto no tiene nombre

Por: Angélica Rodríguez 

Esta expresión que usamos con frecuencia, hace referencia a aquello que nos resulta tan increíble, tan sorprendente (para bien o para mal), que no logramos identificarlo con algo que ya conocemos, no conseguimos ponerle un nombre, una categoría. Algo parecido ocurre en las relaciones afectivo-sexuales, especialmente cuando comienzan. Algo que empieza a nacer, dos personas que se están conociendo y no quieren poner demasiado deprisa nombre a esa relación, porque el hecho de nombrarlo de alguna manera implica sentarse con alguien a tener un compromiso y a asumir ciertas responsabilidades. Y lo cierto es que, aparentemente, todo es válido. Sin embargo, conviene de vez en cuando pararse a pensar qué estamos diciendo y haciendo, a tomar conciencia de si actuamos desde la libertad real, o desde el miedo a algo.

En primer lugar, es cierto que llamar a alguien con algún adjetivo posesivo supone que adquieres un cierto compromiso moral, que implica que vas a estar ahí para cuando te necesite. Pero, ese acuerdo ya lo tenemos con los/as amigos/as, ¿no? Además, este tipo de relación también es afectiva, puedo sentirme profundamente querida por mi mejor amiga, ayudarle a ella en sus problemas y avanzar juntas por la vida. Quizá con ella lo que no construimos es una vida común, simplemente tenemos momentos comunes, y cada una su vida. Vale, aceptemos entonces que podemos hacer una vida común con otra persona (prescindiendo del “felices para siempre”, simplemente una vida, una rutina juntos/as), pero, ¿para qué? Si ya tengo amigos/as que cubren esa necesidad afectiva, me reconocen, compartimos etapas, vivimos situaciones intensas y, a veces, hasta tenemos sexo…. Y aquí hay una pista interesante. Yo puedo tener sexo con una persona, igual que puedo hacer deporte con una amiga. Son prácticas físicas estimulantes y compartidas, ¿o no? Y la respuesta es: no.

Efectivamente no es igual, porque si bien el deporte puede ser parte de nuestras rutinas, no necesariamente nos crea identidad. La personalidad es algo que está en un nivel más superficial y hace referencia al conjunto de características y cualidades que definen nuestro actuar; y a la identidad podemos definirla como algo más profundo, y muchas veces menos consciente, de quienes somos en esencia, donde no siempre interviene la voluntad o la influencia social (aunque aprendamos en el grupo). Cuando llevamos a cabo una actividad deportiva, desarrollamos cualidades positivas como el cuidado de nuestro cuerpo, el compañerismo, etc, pero no necesariamente nos identificamos con la acción, es decir, puedo practicar deporte, pero no sentirme deportista, porque no siento que me identifique esa acción. Y esta confusión es la misma que se da en las relaciones, confundimos cualidades con identificaciones. Si tengo una personalidad abierta, amigable, practicaré deporte con mi amiga. Si me identifico como una persona abierta al cambio, que busca contribuir a la sociedad en la que vive (algo más profundo que la cualidad que solo define), buscaré crear un ambiente donde crecer con mi amiga, a la vez que practico deporte, y a eso lo llamaré amistad (por poner un ejemplo para explicar la idea). Y si avanzamos en el ejemplo, podemos decir que como el ser humano es sexuado, es decir, posee la cualidad, en las prácticas sexuales que va teniendo, unas veces se identifica con ellas, y otras no. La sexualidad es algo más profundo que actúa muchas veces de espejo de esa identidad. Y precisamente por eso, cuando no ponemos nombre a las relaciones, también se nos escapa la oportunidad del autoconocimiento, convirtiendo la práctica únicamente en una expresión de mis cualidades físicas, ¡nada más! Y obviamente, aquí no está el mayor peligro. Pierdo la posibilidad de conocerme, pero además la libertad de hacerme cargo de todo lo que pueda sentir. Como no ponemos nombre a la relación, de alguna manera nos prohibimos sentir de manera natural, o explorar incluso nuestra emocionalidad, en un lugar seguro. Un par de personas pueden ser perfectamente una pareja sexual, cuyo fin sea aprender y descubrir su sexualidad en un ambiente de confianza, sin juicios, y con el firme compromiso de crecer y ayudar a crecer a la otra persona.

En segundo lugar, creo que allí donde vayamos lo ideal es salir transformadas/os, ser mejores personas, más sabias, más calmadas, más empoderadas. Si termino una relación con un sentimiento de dolor de mí misma (un dolor distinto al luto), algo ha ocurrido ahí. De nosotras/os depende permitir que se queden las personas que nos ayudan, que nos permiten despegar, y echar el freno a quienes nos dañen las alas, y mucho más si nos las cortan. La escuela de la vida está llena de aulas, desde personas, momentos, relaciones… Las relaciones son una estupenda oportunidad de avanzar para convertirnos en las personas que realmente queremos, que realmente somos. Y lograr esa responsabilidad consciente nos permite llenarnos de un amor sano y real, primero a nosotras/os mismas/os, que se terminará multiplicando y convirtiéndose en amor para regalar al resto, respetando su sentir.

Si todas las palabras están cargadas de emocionalidad, imaginaros qué puede tener el silencio, o el hecho de no nombrar algo… A veces lo que esconde es un conflicto sin resolver. Hablamos de que todo ocurra de manera natural, orgánica, y sí, está estupendamente… Pero hemos podido convivir con la naturaleza gracias a que hemos podido ponerle un nombre a cada ser vivo, o a cada proceso (que no justificamos aquí el control de los recursos, por el hecho de nombrarlos). Muchas veces vinculamos con personas, incluso cuando no somos conscientes de ello. Me crié en Alameda de la Sagra, hasta los veinte años que me fui a la capital. De ahí emigré a Santiago de Chile y volví a mi pueblo. Todas las personas con las que me cruzo día a día (incluso con aquellas que con frecuencia me preguntan de manera muy indiscreta que qué ha sido de mi vida, porque en realidad lo que buscan es a ver cómo me critican…), todas esas personas son mis vecinas y vecinos, quienes me aportaron muchas cualidades, sin ser consciente ninguna de las partes… Me regalaron mi sentimiento de pertenencia, que es parte de mi identidad y que aflora en cada lugar al que voy; me regalaron la solidaridad, que me ha permitido buscar un mundo mejor y más justo; me han ayudado a construir parte de mi identidad… Por eso les llamo vecinas y vecinos, porque tenemos un vínculo, una relación, y esa unión tiene un nombre, a través del cual establecemos límites y posibilidades, y crecemos juntas/os. Yo intento aportar a mi pueblo, lo mucho que me ha aportado él a mí.

En definitiva, en estos tiempos tan individualistas se hace profundamente necesario crear relaciones conscientes, nombrar sin miedo, y aprender de cada oportunidad que se presenta.

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