La soledad de la inmigración


Cuando nos vamos de casa por nuestra mente bailotean imágenes de nuestro posible futuro: el lugar donde viviremos, las personas a las que conoceremos, los aprendizajes y las aventuras que tendremos. Toda una serie de posibilidades que también están arropadas por el miedo a lo desconocido y el vértigo que supone abandonar el hogar.

Eso fue lo que me sucedió a mí y quizá le haya sucedido a alguien más también, pues soy consciente de que no todas las personas corremos con la misma suerte de irnos por voluntad propia y de tener un destino medianamente asegurado.

Aunque en mi caso no estaba preparada para irme, y no concebía en su totalidad la magnitud de dejar mi hogar, lo hice, por primera vez a mis 22 años, pero no me fui al barrio o a la ciudad de al lado, sino que me fui a otro continente con la idea de estudiar.

Antes de irme nadie me dijo nada, pues nadie sabía a lo que iba a enfrentarme, pero tampoco recibí información acerca de cómo vivir siendo independiente. Recuerdo que mi primer día en el piso nuevo me senté en la cama sin saber qué hacer. No tenía comida, no tenía rutina, no conocía a nadie y lo único que sabía era que tenía que ir a clases en la tarde y que estaba completamente sola, lo que me generaba cierta emoción pero también mucha incertidumbre.

Los primeros días fueron caóticos, no sabía hacer la compra, no sabía qué cocinar o cómo hacerlo, la ropa sucia se me acumulaba, el presupuesto no me alcanzaba, entre muchas cosas más; pero ese caos estaba velado por la emoción que traen las cosas nuevas, los edificios raros, los acentos desconocidos… hasta que poco a poco fui aterrizando en la realidad, y un día, después de algunos pocos me vi en mi cumpleaños sin tener a nadie a quien abrazar, y aquella emoción inicial se fue transformando en melancolía. En una melancolía que desembocó en tristeza, tristeza que se arraigó en mi corazón y no me abandonó jamás.

Lo más difícil de ser inmigrante no son los eternos trámites con los documentos, el shock cultural por no comprender las costumbres o por recibir el rechazo de algunas personas por no comprender tu propia cultura; ni siquiera lo es, el racismo de algunos ( que no constante y más bien esporádico pero aún así doloroso). Lo más difícil de ser inmigrante es el sentimiento de profunda soledad que se cierne sobre todas las cosas, que se aúpa al costado y se convierte en lo único conocido en el día a día. Porque a pesar de que con el tiempo se logra encontrar un trabajo, integrarse culturalmente al comprender costumbres, reconocerlas y ser partícipe de ellas; se descubren lugares y rincones favoritos, se conoce gente que se convierte en rostros conocidos, e incluso se llega a conseguir pareja. Al final, nunca se es parte nada.

En el trabajo solo se es un colega de trabajo, para las amistades de tu pareja se es la pareja de, y para esos rostros conocidos, solo una de esas personas que es agradable de saludar pero a la que no se conoce tanto como para integrar en la vida.

Tu grupo de amigos sigue estando a kilómetros de distancia y aunque la comunicación sigue, no es lo mismo. El tiempo pasa y con todas las circunstancias después de cierta edad parece imposible ser parte de algo. De ese modo, aunque alrededor tuyo hayan voces y risas, movimiento e interacción, en tu corazón hay un peso que te hunde en un pozo profundo del cuál es difícil salir y al que cuánto más profundo se cae, menos intenciones quedan de nadar hacia arriba.

Como inmigrante (y como persona) hasta el día de hoy no he conocido algo más doloroso que la soledad (algo que también se siente cuando alguien que quieres muere), y aunque muchas personas digan muy a la ligera: «porque no vuelves a tu país». No es tan fácil como parece. Porque dejar lo construido atrás no es una opción.

Con una vida erigida, un camino recorrido y, además, con la distancia entre todos los sucesos y las personas que genera el tiempo, eso no es una opción viable. Ya que a pesar de todo lo construido tiene un gran valor, el camino que se abre ilusiona y el futuro no presagia volver al punto de partida, el lugar donde nací.

Al final, parece ser que no se puede tener todo en la vida y quizá el precio por una «existencia mejor» sea este. La soledad de la que nadie habla, la soledad que pocos entienden y que muchos cargamos en nuestro corazón.

Y pese a que esta es mi historia y estoy segura de que para muchas personas es diferente, tal vez más alegre y afortunada, tal vez algo peor. Puede que sirva para alguien que, al día de hoy, está a océanos de su hogar y solo quiere que alguien más le comprenda sin juicios.

Aquí estamos (:

Si has llegado hasta aquí es que te gusta y te interesa el trabajo que hacemos. Aunque LVS es gratuita hacerla no es gratis, por eso, te animamos a que te suscribas a nuestra revista por 1€ al mes y que nos ayudes a difundirla compartiendo los artículos con tus contactos. De esta forma ayudarás a que el talento sagreño pueda crear valor en nuestro propio territorio.

Deja un comentario